Me riega
tu arquitectura cadenciosa,
con las mil y una notas de cristal
que desatan tu piel,
mientras opera, en mis esquinas,
su mejor agente encubierto…
No sé
ni de objeción,
ni de pretextos,
solamente
de admiración y asombro
y las ganas de comenzar,
en breve,
una historia interminable con tus ojos…
Tienes derecho
a que te aplaudan
mi lengua y mi aire
y que la distancia
ruegue por tu cercanía,
mientras tirita la obstinación
sin dar tregua…
Tienes asidero
en cada palabra que se enreda
en mi expresión,
cuando acabo en la arista
de la intimidad
y le salen alas a mi pensamiento,
sin restarse del vuelo dimensional
que, en diminutivo,
se asegura tu voz
para renombrar a mis átomos
que oscilan
entre tus tonos y los míos…
Los ardides de antología
se aparecen, insostenibles,
sólo para consagrar la naturaleza
que nos determina,
como seres opíparos,
inmortalizando
un diálogo de estética y anatomía…
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